dissabte, 6 de febrer del 2016

06/02/2016. Luis Sánchez-Merlo. Un áspero desencanto

Benvolguts,

Article 5 dels 8 del 06/02/2016.

Un áspero desencanto
Luis Sánchez-Merlo en La Vanguardia
OPINIÓN
Qué está pasando, por qué esta agonía? ¿Qué ha llevado a Partido Popular, Partido Socialista y Convergència a darse una costalada morrocotuda? ¿Quién iba a imaginar que los profesores de Podemos sacarían tanto pecho en tan breve espacio de tiempo? Sólo un enfado evidente de los electores puede explicar el resultado de los últimos comicios con los que acabamos de obsequiarnos y que, junto a sensibles barquinazos, han generado una atomización del paisaje político.
La confluencia de unas simples variables ha llevado al ciudadano a concluir que, no hace más de ocho años, él y los suyos vivían mejor. Y cuando parecía que la densa niebla de la crisis comenzaba a disiparse, cada día amanece con un nuevo escándalo de corrupción política, lo que le lleva a confirmar que, mientras él gana menos, unos pocos –el 0,1% de la población– hacen ostentación de ganar mucho. De ahí la desafección, un alejamiento respecto de gente a la que hace tiempo se ha dejado de apreciar.
Lo cierto es que las clases medias han visto menguar sus ahorros, temen por sus pensiones, sufren la inclemencia fiscal, mantienen o ayudan a sus hijos y ven cómo la riqueza se polariza en medio de una generalizada corrupción ambiental. Si a eso se añade el hartazgo por el discurso caduco de los políticos de ración y que el enfado, como todo hoy, se ha globalizado, la situa- ción desemboca –de forma ine­vitable– en un desencan- to crónico, agravado por la exportación de talentos de una generación tan pronto escaldada.
Ese estado inocultable de tensión sorprende al viajero que viene a nuestro país y, nada más llegar, es testigo y víctima de ese cabreo sordo de servidores públicos “a la fuerza” (hemos llegado a los tres millones, lo que no deja de ser una cifra notable, con 17,4 millones de trabajadores) y productores que, a falta de mejor estímulo, matan las horas con el WhatsApp. Y aquí hay pocas excepciones, pues parece que los que viven de un salario se sienten mal pagados y se instalan, por ello, en un estado de decepción inconsolable.
Gabriel Magalhães, profesor universitario de literatura, expone en su reciente publicación Los españoles (Elba, 2016) que nuestro país le produce la sensación de un mosaico de tensiones en perpetuo movimiento dentro de “un nacionalismo estereofónico”. Lo que impresiona al ensayista portugués es la “endémica tensión presente en la cotidianidad española”. Un nervio que cose el país de costa a costa –sutil unas veces, evidente otras– como una corriente eléctrica que ocasionalmente deriva en tempestad.
Con sensibilidad, Magalhães desmenuza la creencia de que en la sociedad española hay muchas ganas –aunque no estoy seguro de que esto sea así– de dejar de ser un mundo que funciona descartando o arrinconando a una parte importante de su población. Eso es lo que se refleja en la protesta política: los eliminados desean ser integrados, los marginados quieren y pueden ocupar su lugar. Y concluye que una España que no se permitiera los índices de paro actuales sería un país distinto.
Es incuestionable que el áspero desencanto tiene que ver con disponer de menos y, por ende, vivir peor. En España se ha instalado un pragmatismo inmisericorde, tal vez debido a la globalización de las finanzas y salarios, a una nueva organización empresarial acorde a la normativa de los mercados y a que hemos entrado –sin previo aviso– en la economía del conocimiento y la innovación. Y es que el capitalismo –que siempre ha sido la reunión inteligente de intereses egoístas– hace que brote un estado de frustración permanente en los que viven de un salario.
Entre tanto, la política se ha profesionalizado y todo se resume en ganar elecciones y cuantas más, mejor. ¿Y cómo lograrlo en un sistema representativo? No hace falta estrujarse las meninges: haciendo promesas a los electores. Y para completar el tirabuzón, quienes enaltecían las bondades de sus promesas luego salen con que las restricciones europeas les obligan a administrarnos tal o cual pócima amarga. Una larga noche de recortes sin una palabra de consuelo.
Así se entiende la pujanza, en las elecciones que se han celebrado en el último año, de partidos con raíces comunistas –Podemos e Izquierda Unida– y anarquistas o antisistema –la CUP–. En paralelo a este proceso, aumentan la pobreza y el patrimonio de los ricos; mengua la compasión y reaparece la caridad.
Imagino la impaciencia de los lectores, que, con razón, demandan soluciones, pero no queda otro recurso que decirles que, puesto que la imaginación lleva tiempo de luto, el actual desierto intelectual alimenta la presente sensación de impotencia. Lo que no obsta para que sea perentorio embridar –dentro del modelo democrático– el capitalismo despiadado, que incomprensiblemente algunos aún se obstinan en mantener.
Se trata de reformismo y en eso consiste repensar la articulación de la democracia y la vigencia del modelo económico. De no ser así, el áspero desencanto se puede volver crónico y ahogar la esperanza. Y eso sí que no. De ahí, la agonía.


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