dimarts, 3 de desembre del 2013

02/12/13. Kepa Aulestia. Beneficios que supondría el logro de un Estado propio contando con que la independencia y sus condiciones serían asumidas por la Corona británica, el Banco de Inglaterra, la Unión Europea y la OTAN


Espejo escocés


Kepa Aulestia


La Vanguardia


el 3 diciembre, 2013 en Derechos, Internacional, Libertades, Política, Sociedad

OPINIÓN
La publicación del libro blanco, con el que el Gobierno autónomo de Escocia ha tratado de acotar el significado de la independencia propugnada por el nacionalismo de Alex Salmond, es la réplica soberanista a la sucesión de mensajes negativos sobre las consecuencias de una eventual secesión. El documento dibuja un horizonte voluntarista al realzar los beneficios que supondría el logro de un Estado propio contando siempre con que la independencia y sus condiciones serían asumidas por la Corona británica, el Banco de Inglaterra, la Unión Europea y la OTAN. El libro blanco opta por un diseño extraordinariamente medido de la independencia, basado en el esquema de despojarse de todos los inconvenientes que la dependencia respecto a un centro de poder superior comporta para Escocia, aunque manteniendo aquellos vínculos bilaterales que garanticen su pertenencia al mundo de la seguridad y el bienestar.
Se trata de un esquema lógico en tanto que ideal, y es comprensible que los dirigentes del nacionalismo escocés aspiren a un futuro a la carta. Más discutible parece que sea además realista, tanto en cuanto a la anuencia de aquellas instancias con las que Escocia debería pactar tan idílico escenario como en lo que respecta a los imponderables que pudiera suscitar el proceso independentista, por mucho que se pretenda “de terciopelo”. Incluso cabe dudar de que dicho esquema resulte justo y, en esa medida, legítimo.
El soberanismo que aflora en las sociedades desarrolladas parte de la convicción de que la pertenencia de una determinada comunidad a un Estado nación más amplio supone un perjuicio no sólo para el desarrollo de sus rasgos identitarios, sino especialmente para el progreso y bienestar de sus gentes. El soberanismo da por supuesto que un Estado propio reconocido como tal por aquel Estado del que se independiza y por sus socios internacionales podrá optimizar todo su potencial mejor que si continúa dependiendo de un centro de poder superior. En otras palabras, parte de la premisa de que la comunidad referida no debe nada a nadie; de que son los demás quienes están en deuda con sus inalienables ansias de libertad. En el caso escocés el discurso cuenta con la promesa de una explotación más ventajosa de los yacimientos de combustibles fósiles que se hallan en el subsuelo de sus dominios nacionales; promesa que constituye la clave de bóveda del proyecto independentista. En el caso catalán ha cobrado fuerza la fabulación del saqueo fiscal sobre sus ciudadanos y empresas por parte de Madrid, dramatizando el dato cierto del déficit financiero, mientras que en el caso vasco vamos tirando con el concierto a la espera de que algún día se actualicen como ganancias las cuentas del cupo y siempre en la creencia de que estamos haciendo un favor al resto de los españoles demorando nuestro desenganche del Estado constitucional.
A estas alturas resulta inútil tratar de devolver el debate sobre la independencia a la previa evaluación, entre histórica y moral, de las deudas contraídas. Pero es inevitable que la cuestión reaparezca una y otra vez en realidades plurales irreductibles a la uniformidad que presupone la sacralización del derecho a decidir. Y es inevitable que surja desde el momento en que, en un mundo interdependiente, la independencia sólo puede hacerse realidad de forma pactada. De hecho, el esquema de Salmond apunta a una soberanía en cierto modo compartida con las instituciones británicas y europeas. Aunque lo paradójico es que tras pactar con Londres la convocatoria de un referéndum sobre la independencia para septiembre del próximo año el ministro principal se muestre convencido de que el Reino Unido no admitiría en su seno una autonomía del calibre de la vasca o de la navarra que concediese a Escocia la potestad de recaudar –entre otros– los impuestos que cumplimentan las compañías extractoras de gas y petróleo para abonar a Londres el cupo correspondiente a los servicios que presta a los escoceses. Puede que Alex Salmond y su partido estén en lo cierto, y que el reino admita más fácilmente el referéndum de autodeterminación que la negociación de un estatus singular para Escocia dentro del Estado británico. Pero la Escocia institucional debería explorar otras posibilidades durante los nueve meses que distan de la jornada plebiscitaria. Porque a la luz del libro blanco del soberanismo escocés resulta incongruente que el referéndum anteceda al imprescindible pacto para continuar en la libra, con Su Majestad, en la UE y en la OTAN sin misiles.
 

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